
Tomás ejerce la obsesión del celoso con los tics del político prepotente, y Velasco la del sádico. La obsesión de Benito Ibáñez no es otra que la de poder construirse su propia vida, y la de Elfriede encontrar a su hijo, quien a su vez convierte la búsqueda del verdugo de su padre en una obsesión suicida. La de Paco el carnicero se reduce a contar cuanto sabe antes de morir, la del conde de Casa Tomares a ajustar cuentas con el hombre que se hizo con sus bienes, y la de Jacinto acabaría siendo la de sobrevivir. El uruguayo se obsesiona por interpretar las claves del tiempo. En cuanto a Don Bruno, se ve obligado a reemplazar su obsesión de satisfacer sus ansias de poseer por otra mucho más pragmática: la de ir borrando con sangre cualquier trazo de su identidad.
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