
Como idea fuerza acabó entrecruzándose con otras que plasmé en el primer guion, insertada en un espacio imaginado durante mi adolescencia, en un expreso nocturno a Madrid mientras atravesaba Despeñaperros, y alimentada convenientemente con grandes dosis del Wish You Were Here de Pink Floyd.
Finalmente encontré el significado que pretendía darle al mito de Caperucita: la inocencia que representa su figura, rebautizada como Carmencita, frente a la maldad que la envuelve. Esta maldad explicaba a su vez la injustificable situación de la abuela en el cuento. ¿Qué motivo obligaba a una anciana a vivir sola en medio del bosque, asistida únicamente por la nieta?
El pintor Wolfgang (sin relación alguna con Mozart) es textualmente el lobo que se acerca, y aunque parece ejercer dicho papel en el atestado, en el fondo no es más que otra víctima desesperada de la verdadera manada de lobos, esos siniestros cazadores-sicarios encarnados en los gemelos. Su fechoría deberá ocultarse tras las sotanas de su propio hermano a instancias del monstruo que los engendró, un cobarde impostor que solo emplea el lenguaje de la violencia.
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